La niña sin voz: Ernesto (Parte 2)

La información es el alimento de un psicólogo. Entre más información tenemos, más nos nutrimos, y si es de buena calidad, ni se diga. Tener abundante conocimiento sobre una situación nos energiza y nos brinda una luz perfecta para estructurar hipótesis que, como siempre digo, luego habrá que rebotar con el paciente, porque en medio de ese éxtasis teórico, un psicólogo entusiasta puede perderse.

Una teoría puede ser perfecta, pero falsa.

En el caso de la niña sin voz, me propuse hacer las cosas en orden. Tuve el encuentro con los padres, luego una sesión con la niña, y después mantuve sesiones alternadas. En esas sesiones pude notar varios elementos que contribuyeron a mi teoría principal.

Ernesto era un hombre de cuarenta y cinco años, pequeño a comparación de su pareja, tanto de altura como de anchura, aunque le sobresalía una panza considerable, producto de sus malas tres comidas principales y las papas fritas que comía a diario mientras veía la televisión. También se le notaba más por la playera de rayas horizontales que llevaba en la primera cita.

Se dejaba un bigote grande, aunque poco abundante, barba de candado, usaba lentes sin aumento y llevaba una boina de golfista. Su rostro inclinado hacia atrás y sus ojos dedicados a analizar todo en todo tiempo, me hicieron saber (ojo, teoría de primera vista) que era un hombre inseguro que buscaba aprobación.

Esto lo confirmé cuando hizo aquel comentario sobre mi edad, y cuando me contó su situación con tal perfección gramatical y movimientos de oratoria, que me dio la impresión de que hablaba de alguien más, y no de su hija, ni de él, ni de ningún ser humano imperfecto.

Me atreví a pensar que el hecho de que su hija no hablara, le incomodaba, por significar una mancha negra en toda su vida digna de admiración.

Se incomodó más cuando, en una sesión, Bianca le quitó la palabra y lo opacó con su vozarrón. Él tomó su mano con cariño, como pidiendo la palabra, pero ella no cedió.

-Nos conocimos por internet-dijo Bianca con orgullo-, y un mes después renuncié a mi trabajo para venir a esta ciudad y vivir con él-.

Ernesto se puso muy nervioso y volteó a verme para saber si yo lo juzgaba. Un amor apresurado. Otra mancha negra.

Luego regresó en la historia y me contó su vida. Dos divorcios, ambos por maltrato hacia él. Era un emprendedor incomprendido, con proyectos multiformes. A su parecer, un genio en el presente y un hombre exitoso en el futuro, pero con la mala suerte de tener parejas menos entusiastas, que nunca lo apoyaban y que no eran capaces de demostrarle amor (¿o admiración?).

Él se había quedado con Gisela porque era su adoración. Era como su nuevo proyecto. Le daba clases de ritmos musicales, de pintura y de cine (veían películas y las analizaban juntos). Le ponía ejercicios de motricidad gruesa, fina y finísima, asegurándose que la pequeña desarrollara todo su potencial.

“Tiene una habilidad única, va a ser artista o deportista, lo que ella quiera”, “Ella me ama, me despierta a besos y vamos juntos por helado o me hace conejitos de papiroflexia”.

Cuando Bianca llegó a vivir con ellos… todo cambió. Ambos lo negaron, pero la información lo demostraba. Su nueva pareja comenzó a llenar los huecos emocionales, le aumentó el ego al renunciar a todo y venir a vivir con él. Ella lo elogiaba, le preparaba el desayuno a tiempo, le daba masajes, le escuchaba sus proyectos… y lo alejaba de Gisela.

Siempre que los atendí juntos, destilaban miel, se tomaban de las manos, se intercambiaban el bolso de Bianca para no cansarse y se mostraban perfectos. Él nunca accedió a una sesión individual.

Siempre que salían de la oficina, lo hacían tomados del brazo, como si salieran de la ópera, le daban la instrucción a Gisela, que los esperaba en la recepción, y ella se levantaba sin ganas, para luego encaminarse al estacionamiento, dando vueltas alrededor de ellos, como un pajarito mudo.

Un pajarito mudo e inexistente.

Por: Carlo Castro

Redacción

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