La niña sin voz: Primer encuentro (Parte 1)

No habían pasado diez minutos de la primera sesión, y yo ya había descubierto que la niña sí hablaba, pese a que la preocupación de los padres era su inquebrantable silencio.

Este fue uno de los primeros casos que atendí, y lo hice pocos meses antes de titularme de la licenciatura. Debió ser en un mes de febrero, porque en esos días fue el cumpleaños de mi hermana.

En cierta organización ofrecíamos consultas gratis, intervención familiar y algunos talleres para padres, niños, o lo que se ajustara a nuestros proyectos -hay que decirlo-.

Yo me propuse para dirigir un programa de mejora de logística y dirección, y para atender a las familias.

Respecto al primer programa, había mucho qué hacer. La pequeña organización padecía de mala fama debido a la informalidad de sus procesos, el desorden de sótano de sus instalaciones, la impuntualidad de sus servicios, los chismes que habían ido apareciendo solos, y el emprendimiento de la venta de cacahuates y paletas justo en la recepción.

Estaba lejos de parecer algo profesional, pero junto con el equipo de trabajo que recién habíamos ingresado y el apoyo de los que ya formaban parte, en una semana remodelamos todo. Creamos itinerarios, acomodamos los cinco escritorios en una única fila, tiramos a la basura todo lo que años atrás se había guardado para no reciclarse nunca, decidimos detener la venta de cacahuates y organizamos juntas para plantearnos metas, compartir conocimientos y desarrollar lazos de amistad que permanecen hasta la fecha.

La pequeña institución tomó nuevos aires y abrió sus puertas a un público que se tomó más en serio las cosas y que se subió al tren de los cambios que queríamos para todos.

Como parte de esos beneficiarios, llegaron Ernesto y Bianca, en esa tarde de febrero.

Avanzaron hasta mi escritorio (era el último) y tomaron asiento frente a mí. Ernesto hizo un comentario sobre mi edad.

“A ver si tú puedes ayudarnos… ¿o le hablo de usted?”

Bianca lo tomó de la mano y cambió el tema, mencionando que el lugar se veía diferente a como era antes. Dijo que todo se veía más iluminado. Yo traté de calmar las aguas y seguí la conversación hablando sobre el lugar, los nuevos talleres y la orientación para familias que estábamos ofreciendo. Creo que di más la impresión de un vendedor de seguros que de un psicoterapeuta, pero la necesidad de ellos fue más grande que mi poca experiencia, y ellos solos arrancaron con los comentarios sobre su situación.

Tenían una niña de seis años, Gisela, hija biológica solo de Ernesto, consentida, estrafalaria y hábil como una gimnasta -en palabras de ellos-. Una niña sobresaliente, dominante en cualquier ambiente social, pero con la particularidad de que no le salía la voz.

Una que otra palabra se escapaba de manera ocasional. “Leche”, “agua”, “papá”. Pero no más de quince palabras pronunciadas en toda su vida.

Los problemas no habían tardado en llegar. En la primaria, la maestra había llegado al extremo de su desesperación, luego de meses de no entender a la niña. La familia criticaba a Ernesto por su poca dedicación paternal, incluso por su relación con Bianca, que seguramente eso debía influenciar.

Dos días después, en mi primera sesión con Gisela, habría de descubrir que su repertorio de palabras rebasaba la cantidad de cartas del memorama, que conocía a todas las princesas de Disney, y que tenía su propia opinión sobre sus padres.

No obstante, sentado en aquella silla al fondo del recinto, con la pretensión de levantar el nombre de la institución, examiné todos los recuerdos de Ernesto, cada movimiento de Bianca, cada hábito en el hogar y cada emoción que veía en sus rostros, tratando de encontrar alguna hipótesis que me marcara el rumbo de acción.

Esta búsqueda me llevó dos horas, y no la consideré fructífera.

La verdadera teoría no me llegó sino hasta el final de la plática, cuando vi a la pequeña Gisela mal sentada en la recepción, con los pies arriba del respaldo y la cabeza colgando hacia el piso, y encontré en sus ojos azulados algunos gramos de travesura.

Por: Carlos Castro

Redacción

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