Julieta
He pensado que ser psicoterapeuta me ha convertido en un baúl de historias.
La primera vez que lo pensé, fue cuando atendí a Julieta -claro, cambié el nombre-. Para ese entonces yo vivía en Monterrey, tenía unos 25 años y exclusivamente atendía a mayores de 60. Ese contraste de edades me situó en el lugar que me correspondía. Primero, porque no había manera de jugarle al valiente, de creerme el psicólogo más experimentado o de tener las mejores preguntas o respuestas. Segundo, porque ahí valoré la confianza que me tenían mis pacientes. Aprendí a abrazar cada historia, a escuchar y a ser escuchado, a dedicar el tiempo necesario a la expresión de emociones añejas y de historias empolvadas.
Tan pronto como Julieta entró a mi consultorio improvisado, llenó la atmósfera con su dulce aroma de colonia de rosas. Tomó asiento con una gentileza especial por sus rodillas, esperó a que se calmara su corazón, y soltó el motivo de consulta de una vez.
“He tenido el mismo sueño desde hace más de setenta años.”
“Yo no interpreto sueños”, pensé. Ella no me dio tiempo para nada. Me contó su sueño, nítido y perfecto. Lo había soñado tantas veces, que, creí, podía soñarlo sin la necesidad de estar dormida. Por sus ojos, noté el cansancio acumulado por los años de insomnio; por sus uñas rotas, la desesperación.
Julieta quiso dedicar casi toda la sesión a contarme los detalles de aquel sueño nefasto. Aún hoy, cuando lo recuerdo, me dan ganas de llorar. Ver a una anciana de más de ochenta años tan aplastada en aquella silla, apretando su pañuelo con odio y abriendo de tal forma lo más profundo de su corazón, selló en mi corazón un nuevo respeto y amor por la vida.
¿Cómo es esto? Sencillo: Julieta llevaba más de setenta años tratando de soñar algo diferente. No se rendía. Trató por todos los medios de llenarse de otras experiencias durante sus años de joven, luego cuando fue más madura. Pensó encontrar la solución cuando se enamoró de su patrón, cuando se embarazó de él, o cuando crió a su hija, pero nunca la encontró. Incluso, cuando le contaron que había un joven psicólogo que estaba dispuesto a ayudarla, lo intentó. Setenta y tantos años luchando por eliminar aquella pesadilla… pocas veces he encontrado tal fuerza de voluntad y tal calidad de amor propio.
No le dije demasiado, no sabía bien qué decirle. Le hice algunas preguntas que no logro recordar, seguramente muy sencillas. Mientras me respondía, sus manos se relajaron, sus ojos perdieron la tensión, y de su alma expiró una historia terrible, una vivencia de ella a los trece o catorce años que había habitado a libertad en los recovecos de su ser.
“Creo que quiero contarle algo que nadie sabe. En toda mi vida nunca me atreví a decirlo, pero cuando yo era niña…”
A esa historia no le dedicó tantos detalles.
Cuando terminó la sesión, le ayudé a levantarse, esperamos a que su cuerpo le indicara que estaba listo para caminar, y la acompañé a la salida. Cuando volví a mi silla, me di cuenta que no había tomado ni una nota. Se me hizo una falta de respeto hacerlo. Comencé, ya que estaba solo, a escribir los detalles de la sesión.
Comencé haciendo una confesión: “Hoy descubrí que soy un baúl de historias.”
De ese baúl, quiero contarte algunas cosas. Con nombres cambiados y contextos revueltos, espero transmitirte algunas experiencias y principios psicológicos que puedan ayudarte a ti, hasta que encuentres a tu propio baúl e insertes en él/ella lo que necesites insertar.
P.D. : Guardo en mi consultorio la carta de Julieta, escrita semanas después de nuestra sesión, en una cursiva casi oriental, contabilizando catorce días soñando con su nieta, con el rancho, y con su amor de toda la vida.
Por: Carlos Castro